martes, 6 de noviembre de 2007

LA DECADENCIA DE LOS SISTEMAS DEMOCRATICOS

Como espero se haga costumbre, este es un columnista invitado para mi blog...

Álvaro Mata Guillé

1-A veces la vida pierde sentido y nos obliga a preguntarnos el qué y el por qué de las cosas, intentando vislumbrar un norte que las redescubra y nos devuelva al cauce de la normalidad. Cuando esto sucede, como una manera de permanecer en lo que somos y no incurrir en la parálisis o internarnos en el caos, volvemos al origen de nuestras motivaciones, como una táctica para reorientar desde ahí, el fundamento de nuestras creencias y así, poder seguir haciendo lo que hacemos: sobrevivir la cotidianidad.

Lo mismo ocurre con los sistemas políticos, sus motivaciones y estructuras, con las instituciones que los constituyen y sus fundamentos, en este caso hago una referencia a los sistemas democráticos, pues la democracia, como toda forma de convivencia hecha por el hombre, debe afinar de tanto en tanto su rumbo, redefinir su razón de ser, debe renovarse y profundizar sus principios, sus bases, sus perspectivas, reencontrándose consigo misma, para redefinirse en el presente.

De no hacerse esa revisión, de no realizarse este examen de manera oportuna enfrentando las contradicciones, los vacíos y vicisitudes que aparecen como horizontes sin luz opacando las coyunturas, revisión que no debe desdeñar, que no debe dejar de lado el desgaste del sistema, ni su atrofia, que atienda con rigor los síntomas que degradan el acontecer social y corrompen la convivencia, haciéndonos caer fácilmente en la frustración o el desánimo —como lo es la miseria, el clientelismo, las expectativas no logradas, la impunidad, la ineficiencia, la mentira, la corrupción—, si no se hace ese examen con entereza y a tiempo, entonces, ese sistema, este modo de vida llamado democracia, estará condenado a transitar, como un cuerpo inmóvil que se mueve a partir de su propia inercia. Es fácil, en estas condiciones, que la ciudadanía se refugie en el mutismo, se haga a un lado, se retire y ahí permanezca, pues se ha hecho evidente que los lenguajes han empezado a morir.

Cuando esto sucede y, el mutismo se hace parte de los estamentos que constituyen el proceder diario, el sistema social en que vivimos, las instituciones que marcan las pautas que nos permiten identificarnos como país, como nación, como cultura, se transforma en un conjunto de normas y convencionalismos inútiles, de procedimientos estériles, en retóricas que se carcomen en redundancias y nos abruman más allá del cansancio, hasta el hartazgo, y la democracia, como esa posibilidad del convivir basada en el igualitarismo, la libertad o la expresión, conformada ahora por lenguajes muertes que se repelen entre sí, se ha degradado, haciéndonos ingresar en una encrucijada de difícil salida, donde la ineficacia se ha hecho regla, el cinismo el medio para lograr objetivos y la indiferencia el proceder común que evita los hechos y deja atrás los problemas sin enfrentarlos; todos estos elementos —ineficacia, cinismo, indiferencia— son los nuevos patrimonios que habitan el proceder de la ciudadanía, que alejada de todo y de todos, anclada en su mutismos, también ha dejado de escuchar.

Es fácil, cuando esto acontece y se instituye como una norma el mutismo y la sordera, caer en el desaliento, en el escepticismo y los resentimientos y reclamos aparezcan como una constante; es más fácil aun —si la displicencia y el descuido se prolongan, si la urgencia que busque confrontar los hechos se diluye y evita, o las perspectivas no ven más allá de sus falsas importancias o los propios intereses— que el desaliento se convierta en apatía, la apatía se transforme en indiferencia y de la indiferencia pasemos a la renuncia, a la claudicación, a un bajar los brazos donde nada importa, porque esa sociedad que ha dejado de escucharse a sí misma, también ha dejado de creer en ella.

Dejar de escuchar o de creer nos distancia de todo y de todos: por una parte acrecienta la sensación de aislamiento, de abandono, de soledad: si los ciudadanos que al convivir, llamándose comunidad, dejan de escuchar o de creer en ellos, se alejarán sin pensarlo de la tribuna, sumidos sin más en las rutinas contemporáneas del consumismo y el bullicio, asentándose el conformismo, es decir, ese estado del ánimo donde no existen titubeos ni preguntas, ni nos preocupa el sentido de las cosas, porque es más fácil enclaustrarse en la pasividad sólo pendiente de lo inmediato, como una condición del vivir aferrada a los nuevos fanatismos anclados al vacío, lenguajes de una sola línea, de una sola mirada, de un solo norte que se aposentan como costumbres de la rutina diaria; por la otra, si el dirigente —el gobernante, el político, los que se dicen pensar— se enceguecen sumidos en la soberbia y los envanecimientos de la razón estéril y el soliloquio, en justificar la ineptitud, la inoperancia, la impunidad, el absurdo —actitudes que producen con frecuencia dictaduras, tiranos, arbitrariedad o fraude— se aislarán consumidos en el encandilamiento y el ruido amorfo de sus perspectivas sin perspectiva, como espectros que se acostumbraron a monologar en lo solitario, abrazados al absolutismo que invisibiliza al otro, haciendo de la negación una certidumbre, un mandato, una norma que nace de sus desvaríos, que como todos, se marchitan con prontitud, se herrumbran con facilidad, se secan con rapidez, puesto que no logran ver más allá del engolosinamiento de sí mismos.

Los síntomas de esta sorderas son notorios: distanciamiento entre el ciudadano y el gobernante, entre la institución y la sociedad, debilidad que empaña a todos los sectores —los gremios, los estudiantes, los profesionales, los pueblos, los barrios, las urbes, impregna lo individual y empobrece la cultura— es así como a la población, los ciudadanos que hacen el acontecer, los habita un nuevo inquilino, ahora parte constitutiva de su cotidianidad, un motivo más de su razón de ser: la desconfianza que se hermana a la frustración, pero también al fundamentalismo, donde nacen y renacen la inquina y el resentimiento, la inseguridad y lo arbitrario, bases de la frustración.

En ese momento, en ese estado de cosas, el divorcio notorio entre el votante que escuchaba y creía, y el decir y hacer de los gobernantes, se acentúa y no hay marcha atrás: el reflejo que acontecía como un indicio, se hace realidad y nos convierte en los espectadores de un pobre espectáculo: en el escenario se entrelazan las muecas de los gobernantes y sus discursos —de los dirigentes, de los políticos, de los que se dicen pensar— gesticulan a la tribuna y al gesticular no se dan cuenta que hablan al vacío, la sordidez cubre el escenario, el silencio hace evidente la pobreza que puebla las democracias, el desfile sin máscaras que dibujan el festival contemporáneo de lo grotesco.

2- El fundamento de una sociedad lo que motiva el quehacer de todos los días y que hace que a las cosas le encontremos un norte o le demos un sentido, lo que permite que las instituciones sean instituciones y no estructuras huecas, que estorban el acontecer y enmohecen los fundamentos de la sociedad es la confirmación diaria de un “contrato”, de una apuesta entre las partes, que permite la unión entre los organismos, entre las instituciones que establecen los parámetros culturales y las directrices del quehacer diario, con los ciudadanos en sus posibilidades, no sólo de convivir, sino de realizar, de ver como posible lo que cada uno desea ser.

En ese sistema, en ese orden de cosas, basado en la expresión igualitaria y la participación llamado democracia, deben convivir tanto lo plural como lo individual, el individuo que puede como el que no puede, el que tiene como el que no tiene, lo disidente que garantiza la posibilidad de lo diverso, como la masa que se apropia del todo haciéndolo lo común y lo rutinario; deben convivir el uno y el otro que saben que son distintos e iguales, que son diferentes siendo los mismos, sin que medien diferencias ni intolerancias, el yo —el aquel, el tú, el vos, el nosotros, que saben y, más que saber, constatan, que el conjunto de propósitos, de principios, de bases de unos cuantos postulados constitucionales (libertad, justicia, equidad) constituyen la esencia, el fundamento del orden social, provocado por el mutuo acuerdo, por el sentirse que son partes de un conglomerado cultural que se ha formado a partir de sus propias historias, producto de las relaciones entre los diversos sectores sociales que lo integran y que nacen de él, que son los que, finalmente determinan el acontecer y hacen que la convivencia, sea realmente una convivencia.

Pero convivir, ser parte de un orden social o estar en él, no sólo consiste en tolerar pasivamente las diferencias o vivir en la mediocridad que habita todos los días, en tener una casa o un trabajo; convivir socialmente no sólo consiste en establecer parámetros y espacios que posibiliten las relaciones entre personas e instituciones, entre individuos y organismos: convivir nos lleva a construir en lo diario basados en la participación, que nace de aquello que finalmente nos justifica, de aquello que nos hace permanecer unidos, de aquello que nos hace creer que nosotros somos realmente nosotros. No me refiero a la identidad ni a las esencias, hablo de los fundamentos, de las motivaciones que dieron origen a las instituciones y a la idea de nacionalidad, a la idea de cultura, a la idea de comunidad, que deben tener vigencia práctica y efectiva, que une a la historia con el presente, redefiniendo en su posibilidad de convivir.

Si los lazos de origen, si los principios igualitarios que dan forma a la ciudadanía o los fundamentos de ella se rompen, la sociedad también se rompe, se fractura y necesariamente habrá que volver a empezar realizando un nuevo “contrato”, una nueva forma que convoque al convivir, un nuevo hecho institucional que recoja la posibilidad y los deseos de construir el acontecer en el presente, no en la memoria, ni en los anhelos, menos en las promesas. De no ser así, como se constata en el presente, nacerán nuevas formas del vivir, alejadas de la institucionalidad y los lenguajes, formas que nacen como todas arraigadas en el fundamentalismo.

La convivencia es un pacto social, un contrato, un convencimiento, una alianza que no debe ser violada, pues, como todo contrato, basa su funcionamiento en la confianza entre unos y otros. La democracia, sistema que prevalece en la actualidad en muchas lugares, no sólo conlleva la posibilidad de integrar como sistema este pacto del poder vivir, del poder hacer, es un acuerdo que al basarse en el igualitarismo donde convive lo diverso, en la posibilidad de sobrellevar y cohabitar con las diferencias, en donde a todos en principio, se les ofrece la posibilidad no sólo de vivir o estar, sino de llegar a ser. Es así como la democracia se constituye de lo plural y las posibilidades de lo plural, no de lo monolítico sino del diálogo, no de las verdades únicas, ni totalitarias; nace de la inclusión, no de la exclusión, pues sabe que en lo plural está el fortalecimiento de sus instituciones y su enriquecimiento, pues sabe que en lo plural está el fundamento y el principio de sí misma. Reconocer lo plural nos enfrenta a nuestros miedos y nuestros verdaderos intereses.

Lo plural para que lo sea, conlleva crítica y apertura a la crítica, lo plural se constituye de lo diverso y de las diferencias de lo diverso. Pero indicarlo no es una formalidad más: lo diverso no sólo habita el orden social, lo diverso habita nuestra individualidad, la constituye, si dejamos de lado la ilusión de “persona”, “individuo” o “unidad indivisible”, vislumbramos que en el nosotros, en nuestra personalidad, no sólo es habitada por una sola cosa, sino por muchas: muchas necesidades, muchos deseos, muchas carencias, muchas pasiones contrapuestas y al mismo tiempo vinculadas entre sí. Reconocer la ansiedad de nuestras turbulencias, formadas de lo que se tiene y negamos tener, de lo que se muestra y ocultamos, lucha entre el sentir, el pensar y el creer, que hace que al vernos en lo que somos, reconozcamos al otro, lo ajeno que se necesita: relación de querencia y rechazo, de lejanía y proximidad, porque eso somos siempre como una constante: un quererse que se odia a sí mismo, se olvida y se reconoce. La diversidad en lo diverso que nos constituye, nos hace ver que las verdades son muchas y relativas, que las afirmaciones se contraponen y complementan a su vez, para convivir con nosotros mismos. Reconocimiento que necesita de la tolerancia, no como una imposibilidad, al contrario como una posibilidad del coexistir.

La democracia se alimenta, adquiere fuerza entonces, a partir de reconocer nuestra propia diversidad fundada en la existencia, en lo que somos: diversidad y contradicción que se proyectan en los discursos del cuerpo, que son varios, que son muchos, que son diversos: estamos aquí y allá, ajenos y próximos, porque somos la transformación que cree cambiar en el tiempo.

La democracia obtiene su fundamento no de un principio moral o institucional, nace de la existencia misma, de la vivencia cotidiana, de las relaciones concretas de los individuos, con ellos mismos y los demás, el otro que se esconde en nosotros, que al verse a sí mismo, en su finitud, crea el lenguaje, es decir, la democracia tiene sentido cuando nos damos cuenta, cuando descubrimos y constatamos, cuando llegamos a saber que no estamos solos.

Si lo vemos bien la democracia es una práctica que va más allá de las teorías, más allá de las nominaciones del derecho abstracto o los análisis y postulados endémicos de las ideologías, puesto que nace de la participación y la equidad, nace del reconocernos a nosotros mismos en lo diverso, como una necesidad necesaria para la convivencia, ese es su sustento, un sustento donde el poder no lo adquieren los gobernantes o una elite, sino más bien, los gobernados.

Creer que, en una democracia, son los gobernantes —ya sea uno solo o unos pocos— los que tienen o adquieren el “poder”, no sólo pervierte, socava, corrompe el sentido del término “democracia” y sus orígenes, no sólo pervierte a la misma institucionalidad donde se estructura la vigencia de lo igualitario, ésta equivocada creencia, por denominarla de alguna forma, une en sí los vicios y prácticas con visiones totalizantes, que por siempre nos han agobiado y se siguen presentando con normalidad en los distintos ámbitos del presente latinoamericano: en esa creencia permanecen sin evolución la sociedad racista del césar y los patricios, la aristocracia esclavista o la dictadura del proletariado, la voz árida del feudalismo, de los tiranos populistas, del ególatra, del mesiánico o los mandatos sin titubeo de que gobernaron la inquisición.

Si el gobernante —el padre o la madre, el dirigente sindical, el político o el estudiante, el que habla, como el que escribe, el que hace o deja de hacer, no comprenden que su voz es sólo una entre las demás, y sus derechos iguales a los de todos, estaremos presenciando el advenimiento no de un demócrata, sino de un dictador, de un déspota, de un tirano, estaremos ante la presencia de la intolerancia y la exclusión; no estaremos ya solamente antes la presencia de las muecas de lo grotesco, sino de lo grotesco mismo en toda acción que descalifique o sea arbitraria siempre hay una amenaza y un estado de cosas que niega la posibilidad del otro, la descalificación y la arbitrariedad, se acercan siempre al terror y la muerte.

La democracia es una práctica que requiere de argumento y crítica para subsistir, puesto que reconocer la convivencia de lo plural implica no lo pasivo, sino la coexistencia activa de las diferencias, no es una carátula hueca donde se abusa de la tontería y la necedad, donde se favorece la discriminación o las verdades únicas, los absurdos o las falacias del lenguaje, es una práctica que excluye el abuso del poder y los abusos del lenguaje, ya que el poder y los lenguajes deben repartirse, pues les pertenecen a todos y deben ser hechos por todos.

Si el pacto que establece los cimientos culturales del convivir, se derrumba, si el divorcio entre la institución y la sociedad se hace inminente y las respuestas son palabrerías, balbuceos, fanatismo, mediocridad, indiferencia, las instituciones no sólo pierden fuerza y vitalidad, pierden también su propio sentido, su razón de ser, es así, como esa sociedad, ese orden social, estará conformado desde entonces —aunque lo neguemos, aunque nos tapemos los ojos o al sol con un dedo, aunque guardemos silencio— de un lenguaje muerto, estéril, hipócrita, que no convoca a nadie ni reúne a nadie, de un lenguaje que o sirve pero se impone; lenguaje que al no decir, estorba, molesta, perturba como un elemento más del bullicio, porque hay algo que frecuentemente se nos olvida, un error en el que caen políticos y académicos, escritores y pensadores: los lenguajes se forman de palabras y las palabras adquieren sentido, toman fuerza cuando en ellas se enuncia algo que es posible, un tipo posible de vida, un tipo posible de acontecer; cuando en ellas se enuncia la posibilidad posible que las cosas sean y que nosotros también podamos ser en lo cotidiano y en ellas se exprese entonces satisfactoriamente el sentir de nuestras necesidades y sus urgencias, de nuestros miedos y soledades, de nuestras satisfacciones y anhelos; cuando en ellas se logra vislumbrar los deseos transformados en hechos y podemos percibir que nuestras aspiraciones más sentidas pueden realizarse, no en los sueños ni en los espejismos, sino en la realidad, es ahí, en ese momento, en esas circunstancias que las palabras adquieren vida y nos dan vida, es ahí cuando las palabras adquieren su propio sentido y nos da un sentido, pues expresan el por qué y el qué de todos los días, es decir, nuestra razón de ser;

pero este sentido de las cosas no sólo debe ser una razón que permita el convivir de unos pocos o el cumplir los intereses de algún grupo —sea político, social, económico, cultural— al contrario, si las palabras enuncian un tipo de vida posible, un tipo de vida que al ser posible toma fuerza y sentimos viable, debe ser un tipo de vida posible para todos.

Pero entonces, si partimos de esta postura, de estas ideas o estos principios ¿Cómo renovar los fundamentos de una democracia, como darle nuevos bríos a las instituciones que la conforman y dan alimento a la convivencia, sobre todo en una época como la nuestra, donde agobia la sobrepoblación, el consumo, el exceso de ruido, los muchos discursos, la indiferencia? ¿Cómo hacer con un sistema que su convivencia se ha transformado en un convencionalismo inútil, en una monotonía apática que le deja de importar lo que ocurre, cuando la incapacidad de solucionar los problemas, se convierte peligrosamente en impotencia? ¿Cómo atender las necesidades, que son tantas y siguen en aumento, donde las desigualdades no desaparecen, más la exclusión se convierte en un signo común de lo contemporáneo y el cinismo, como lo hemos dicho, en un norte, en el pan de todos los días que desborda los apetitos? ¿Cuál es el sentido de las cosas y el por qué de ellas?

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